Vuelvo, en esta ocasión, a un tema sobre el que recurrentemente he escrito en los últimos tiempos: el de polarización política como estrategia propia del autoritarismo.
Parto de una premisa: hay un tipo de polarización que es normal en una democracia. Es la que resulta de la contraposición y contraste entre los diversos partidos y aspirantes que compiten por el voto. Resulta natural que, en las campañas electorales, las expresiones políticas se agrupen en torno a las y los candidatos. Se trata de un tipo de polarización consustancial a la contienda democrática que suele expresarse e incluso radicalizarse conforme se acercan las elecciones.
Pero hay otro tipo de polarización, generalmente construida de manera artificial e intencional, que tiene un sesgo autoritario que pone en tensión e incluso en grave riesgo a la democracia. Me refiero a la que busca dividir a las sociedades de manera maniquea, que trasciende el momento electoral y que tiene pretensiones de volverse incluso existencial. Es la polarización que antecede y que sustenta la persecución política -y de otro tipo- en contra de quienes son asumidos como detractores de una causa o como enemigos.
Hace unos días, en un seminario organizado por el Instituto Ortega y Gasset México, un académico, más investido en su papel de promotor y defensor del oficialismo, decía que, en realidad, las advertencias sobre la polarización existente eran un invento de la "derecha" para hacer propaganda en contra del gobierno y que el acoso y el linchamiento que desde el poder se hace en contra de ciertas personas -como es el más reciente e indignante caso en contra de María Amparo Casar- no eran prueba de nada porque se trata de casos individuales y hechos aislados. Ya otros han intentado señalar, con el mismo tono y con el mismo propósito de minimizar la gravedad del mal, que en realidad la sociedad mexicana vive una polarización ancestral y que quienes hemos insistido en colocar ese tema sobre la mesa sólo lo hacemos para tratar de descalificar al actual gobierno.
La verdad, es que los casos individuales en los que el Presidente estigmatiza públicamente y persigue con todo el poder del Estado a sus detractores son tan recurrentes -casi cotidianos- que reflejan, además de una sistemática y siniestra actitud autoritaria, la existencia de una auténtica política pública encabezada por él y centrada en dividir a la sociedad entre buenos y malos, en señalar, acusar y juzgar sumariamente (como responsables de todos los males del país) a sus supuestos enemigos y en orquestar linchamientos públicos desde sus conferencias de prensa diarias.
Por otra parte, es cierto que uno de los principales males que aquejan a la sociedad mexicana es una secular desigualdad, profunda y ominosa, pero una cosa es esa y otra bien distinta que esa desigualdad sea la razón de la división de la Nación en bloques confrontados y enemistados entre sí como lo vende cotidianamente el gobierno de López Obrador. La desigualdad es grave y agraviante, ni duda cabe, pero la polarización ha sido una estrategia del actual gobierno para sembrar odio e intolerancia y, de paso, compactar a sus seguidores, de manera emotiva y muchas veces irracional, en torno a su proyecto político de presunta transformación y justicia. Se trata de encender los ánimos para evitar críticas y fisuras, que son naturales en todo movimiento político, entre quienes están llamados a cumplir un fin mayor, una misión histórica que, por supuesto, encabeza un líder iluminado.
En realidad, no hay nada de nuevo en ello, es la repetición del libreto autoritario que Carl Schmitt, el ideólogo del nazismo (aunque terminó siendo víctima de sus purgas), trazó con nítida claridad: entender la política como la división existencial entre amigo y enemigo, lo que permite identificar al pueblo -guiado por un jefe único y excepcional- y a sus enemigos.
Lo que hoy vivimos es un proyecto de reinstauración autoritaria alimentado por la sistemática identificación y persecución de sus presuntos enemigos -generalmente inventados-. Se trata de una condición existencial para el actual gobierno: sin enemigos enfrente se diluye todo, no se pueden exacerbar las contradicciones y la grandilocuencia del discurso épico se torna irrelevante.
El problema es que el daño está hecho y nos va a costar mucho erradicar esa nociva lógica de entender la política en el futuro.