EDITORIAL

Una pesadilla real

Manuel Rivera

Este día quiero tener una pesadilla distinta a la que, estando despierto, me asusta con las sustituciones de la política por la imposición y de lo humano de todos por la fe de unos.

Entro así a una alucinación turbadora donde me veo en una cuesta invadida por cientos de páginas de periódicos y aparatos de radio y televisión, obstáculos que llevo varios minutos haciendo a un lado, manchándome de sangre y soportando las risas burlonas que de ellos salen.

Evito arrancarlos o pisarlos, aunque algunos sean venenosos. Prefiero confiar en la capacidad de cada caminante para cuidarse y en su libertad para decidir cuales quiere conocer, antes que erigirme en juez supremo de vida y guía de un camino único.

Mientras me dirijo hacia una pantalla en blanco con la intención de llenarla, se hace presente en ese bosque uno de los debates recurrentes en mi vida profesional, que surgía cuando se exponían a la luz vergüenzas guardadas en lo obscuro.

Como reportero, más de una vez fui amenazado por quienes se molestaban porque daba a conocer una falta, no por la falta, y en varios momentos, como parte de equipos de estrategia política, pregunté a mis jefes por qué esconder el pecado, en lugar de dejar de pecar.

Tras salir del bosque de papel y aparatos electrónicos vivientes, acelero mis pasos hacia la pantalla que quiero deje de estar en blanco.

Conocedor de que vivir es el efímero abandono de la nada, admito en ese transito que la fe es necesidad primaria, razonable e íntima del hombre para enfrentar la angustia por saber que, irremediablemente, dejará de existir.

Aunque él lo hacía más por objetivos de control social, evoco la ocasión en la cual un empresario dominicano me confesó el motivo por el que apoyaba económicamente a dos jerarcas eclesiásticos.

"Mira, Manuel, sé bien que a este le gusta estar rodeado de muchachitos y a este otro de muchachitas, pero, ¿sabes qué?, lo hago porque prefiero que nuestro pueblo tenga algo en lo cual creer", me dijo sin manifestar más emoción que la originada en su certeza de hacer lo correcto.

Acumular bienes materiales como misión principal en la vida es absurdo ante lo temporal de la existencia, reflexiono haciendo un breve alto en el desierto en el que ahora estoy.

Intento convencerme de que el dinero resulta incapaz de adquirir la paz del espíritu, objetivo superior de la estancia finita de los seres humanos en la tierra. Luego, huyo a toda prisa de mis acreedores, que hasta aquí arribaron para hacerme su presa.

Agitado, vuelvo a recordar la lección que me dio un amigo cuando le propuse que en su calidad de familiar del gobernador para el que yo trabajaba, fuera a la casa del mandatario con el fin de platicar a solas, sin pedirle ni proponerle nada, pues me daba la impresión de que estaba muy deprimido y le hacía falta desahogar su sentir.

"Tienes razón, me respondió, "pero no te preocupes, porque con el ranchote que acaba de comprar pronto se le va a pasar la tristeza".

Llego a un cañón, donde en un flanco veo a millones de personas que apiladas forman una montaña desde la que gritan ser los dueños de la verdad, mientras que en el otro lado observo una elevación integrada de la misma manera, sólo que en esta los gritos acusan a los de enfrente de decir mentiras.

Persevero en mi ruta sin que nadie repare que estoy solo, defendiéndome como puedo de las amenazas que surgen en esta ruta cada vez más peligrosa.

Imposible definirlo con palabras, insostenible negarlo cuando aprieta como una gran y poderosa mano al corazón, órgano que debe sublimar su fuerza si no quiere morir o quedar paralizado. Ese es el miedo que ahora va conmigo.

Empero, reconozco que hacer del suspiro de la vida sólo la oportunidad de evitar el temor, es convertir lo corto en imperceptible o adelantar la inmovilidad que promete la muerte.

Imponerse al miedo es una de las mejores maneras que tiene el hombre para arrebatarle a la dama fría el sabor a triunfo.

Continúo así el trayecto, percibiendo el aroma del miedo, que, originado en la angustia por lo imprevisible, impregna el momento en el cual el ser humano decide cargar con la culpa de ceder el paso a la seguridad y detener con ello su marcha, o resuelve avanzar hasta donde lo esperan el descanso eterno o el gozo efímero de vencerse a sí mismo.

Acabó esta pesadilla: despierto al sueño de la vida. Llené la pantalla.

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Escrito en: vida, que,, cual, bosque

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