EDITORIAL

Cuarenta años en Estados Unidos

Jorge Ramos

El 2 de enero de 1983 aterricé en la ciudad de Los Ángeles. No tenía vuelo de regreso. Mi idea era quedarme uno o dos años en Estados Unidos y luego regresar a México. No tenía mucho, todo lo que llevaba -una maleta, una guitarra y un portafolio- lo podía cargar con mis dos manos. Pero me sentía libre, por primera vez, en mucho tiempo.

Cuando era niño nunca le dije a mis papás que quería ser inmigrante. Quería ser futbolista o integrante de una banda de rock. Lo que pasa es que, por lo general, uno se ve llevado por las circunstancias a convertirse en un inmigrante. Puede que haya algo que te atraiga a otro sitio, pero siempre es difícil dejar la casa, la familia, los olores y rincones propios del lugar en el que naciste.

En mi caso, me fui de México por censura. En el país dominaba el PRI, el omnipresente partido que llevaba entonces más de medio siglo en el poder. Había hecho un reportaje en el que hablaba, entre otras cosas, de cómo los presidentes se elegían a dedazo, y en la televisora donde trabajaba no lo quisieron pasar. Entonces nadie me conocía y a nadie le importaba. Pero yo no quería ser un periodista censurado. Así que renuncié. "Quemé las naves", le dije a mi mamá, entre asustado y orgulloso. Vendí un vochito rojo destartalado y saqué los pequeños ahorros que tenía.

Había conseguido una visa para ir a la Universidad de California, que ofrecía un programa certificado en periodismo y televisión. Ese era mi escape y mi excusa. En realidad, creo que solo necesitaba tiempo para saber qué hacer. Ese primer año comí mucho pan y lechuga. Pero me sentía arropado por un país donde los periodistas podían decir verdades incómodas sin temor a represalias.

Compré un pequeño televisor en blanco y negro -la pantalla medía dos puños de mi mano- y empecé a aprender de la comunidad latina y a sentirme parte de ella. En ese entonces recién nos habían bautizado como "hispanos" y éramos apenas unos 15 millones. Hoy somos más de 62 millones. Y mi carrera periodística en este país ha estado enfocada justo en esta comunidad que he visto crecer.

Un año después de mi llegada, y tras terminar mi curso, conseguí un puesto como reportero en el Canal 34 de Los Ángeles. Pete Moraga, el director de noticias, fue mi ángel: me dio mi primer trabajo y me invitó a su casa para mi primera cena del Día de Acción de Gracias. Después, llegó Miami. Era 1986 y decidí irme con lo que hoy es la cadena Univision. Al poco tiempo, luego de una crisis interna, comencé mis días como conductor titular de su noticiero.

Tenía 28 años, nunca había entrevistado a un presidente, no había cubierto una guerra y ni yo me entendía en inglés. Pero Univision se convirtió en mi segunda casa, fue entonces que aprendí a cuestionar al poder y a hacer periodismo sobre la marcha. Hoy, con un par de chambitas más, sigo en el mismo puesto. En estos años he cubierto conflictos internacionales, he ido a lugares donde se hace historia y he podido entrevistar a sus protagonistas.

Ejercer esta profesión -intensa, ardua- me ha hecho ver lo indispensable que es para una democracia: es un contrapeso esencial. Cuando llegué a este país, su sistema democrático llevaba operando por más de dos siglos (entonces, Ronald Reagan era presidente). El México que había dejado atrás era muy distinto: autoritario, fraudulento y corrupto. Así que recuerdo lo maravilloso que fue experimentar la apertura a la crítica y disenso. Quizás por eso, al menos en los años ochenta, jamás imaginé que, casi cuatro décadas después, un multimillonario mentiroso y ególatra llamado Donald Trump haría tambalear ese sistema al no reconocer los resultados de una elección presidencial. Pero incluso entonces, el periodismo se mantuvo independiente y riguroso.

Aquí nunca, nadie, me ha dicho que algo no puede salir al aire. Ni en tiempos de Reagan ni en tiempos de Trump. Y por eso defiendo con pasión la libertad de expresión (incluyendo la libertad de Julian Assange, el fundador de WikiLeaks, en donde se han publicado documentos secretos). También en este país comprendí que la credibilidad es quizás lo más importante que tenemos los periodistas. Y también entendí que si se pierde una vez nunca más se recupera.

En estos años me he comido completito el sueño americano. He tenido oportunidades y privilegios que aprecio enormemente. Mis hijos nacieron aquí y sus vidas -espero, como muchas otras personas que emigran- será mucho mejor que la mía. Tengo una modern family cariñosa, divertida y maravillosa.

Y, aun así, extraño tanto a México.

El inmigrante sufre de soledad y lejanía. Siempre está pensando en volver, al menos yo. Es inevitable pensar que, a veces, estamos en el lugar equivocado. No me perdono, por ejemplo, haber estado en Miami cuando me avisaron que mi padre había muerto en la Ciudad de México de un ataque al corazón.

Como extranjero se aprende a vivir con el rechazo. De alguna manera, te hace más fuerte. Ya no sé cuántas veces me han dicho en Estados Unidos que me regrese a mi país y, cuando regreso a México, hay mexicanos que me llaman traidor y que me dicen que ya no soy de allí. Con dos pasaportes, uno verde y otro azul, hay días en que me siento de los dos países. Y otros, de ninguno.

Pero he aprendido a sentirme a gusto en mi propia piel y hasta soy optimista sobre el futuro.

En el momento en el que llegué a Estados Unidos un gran líder latino ganó visibilidad, César Chávez. Tras su muerte, estuvimos buscando a alguien que lo reemplazara. Pero pronto nos dimos cuenta de que, más bien, necesitábamos a miles de líderes. Y creo que lo hemos logrado: empezamos a tener un poquito de poder e influencia. Eso se mide, me parece, en la representación. Hay una latina en la Corte Suprema de Justicia (la jueza Sonia Sotomayor), un latino en la Estación Espacial Internacional (el astronauta de origen salvadoreño Frank Rubio), nos reconocemos en los nuevos héroes que vemos en las pantallas (como Cassian Andor y Namor, interpretados por los actores mexicanos Diego Luna y Tenoch Huerta) y tenemos un histórico número de miembros hispanos en el Congreso. "Hemos visto el futuro, y el futuro es nuestro", dijo César Chávez.

Hay días en que pienso sobre cómo habría sido mi vida en México, uno de los países más peligrosos del mundo para los periodistas. Sospecho que habría sido muy distinta. Lo que sí estoy seguro es que la decisión más valiente y trascendental de mi vida fue convertirme en inmigrante.

Por eso estoy aquí 40 años después. Porque lo arriesgué todo. Y hoy ya no conozco otra manera de vivir.

Escrito en: Pero, país, que,, Unidos

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